En una celebración preciosa, emotiva y participativa la Diócesis de Zacapa cuenta ya con su nuevo Obispo. Publicamos la homilía íntegra que Mons. Gonzalo pronunció en esta celebración. Le agradecemos que nos permita tenerla.
Homilía en la ordenación de monseñor Ángel Antonio Recinos Lemus.
Esquipulas, 21 de Mayo de 2016.
Señor nuncio apostólico, queridos hermanos obispos, señor abad de la abadía de Jesucristo Crucificado, autoridades civiles, hermanos sacerdotes, queridos religiosos y religiosas, seminaristas; querido pueblo de Dios que peregrina en esta diócesis particular y en esta prelatura, queridos hermanos venidos de diócesis hermanas, especialmente de Jalapa y Jutiapa:
Hoy es un día de fiesta grande para la diócesis de Zacapa. Después de tres largos años sin tener un pastor a su cabeza, el Santo Padre Francisco ha nombrado al presbítero Ángel Antonio Recinos Lemus como quinto obispo de esta diócesis.
Las lecturas de la palabra de Dios que hoy han sido proclamadas nos iluminan para entender la misión del obispo y te retan, mi querido hermano Ángel, a ser fiel a esta misión que se te confía.
Jesús en Nazaret leyó el pasaje de Isaías que es hoy nuestra primera lectura. Concluida en la sinagoga de Nazaret la lectura, Jesús se identificará con ella afirmando que esa palabra, en El, se cumple hoy.
Para ti, hermano Ángel, destaco cuatro elementos de esta lectura que van a configurar tu misión y a constituirse en reto grande para tu vida: anunciar el evangelio a los pobres, sanar los corazones destrozados, proclamar la liberación a los cautivos y a los prisioneros la libertad.
En estas tierras calurosas del Oriente vas a encontrar en aldeas y caseríos pero también en colonias y pueblos a mucha gente pobre, falta de oportunidades, encontrarás lugares donde la desnutrición infantil es grande, donde la falta de trabajo es aguda, donde muchas familias carecen de acceso a la salud, a vivienda digna. Encontrarás amenazas a la naturaleza, amenazas a esa que muchos hoy han puesto de moda en llamar madre tierra pero que para nosotros cristianos es la creación de Dios y el hogar de la humanidad. Entre tantos pobres que encontrarás en tu diócesis, muchos de los cuales están hoy aquí presentes, te toca entender el primer llamado de tu misión como obispo: saber que eres enviado para anunciar la Buena Noticia de Jesucristo a los pobres: un anuncio que pasa por palabras, por gestos y por acciones: palabras tuyas y palabras que se multipliquen a través de tu clero. Nunca olvides que el amor a los pobres no es el centro de la pastoral social. Es el centro mismo de la pastoral.
Sanar los corazones destrozados es otro reto grande que el Señor pone sobre tus hombros como obispo de Zacapa: corazones destrozados por la violencia, tanto intrafamiliar como criminal. Tu diócesis tiene el dudoso honor de ser una de las zonas más violentas de Guatemala. Detrás de esa afirmación hay viudas, hay huérfanos, hay familias amputadas, hay presos, hay prófugos. El ministerio del consuelo es uno de los más importantes que te tocan: consolar a las víctimas de la violencia, consolar a los que han perdido el sentido de la vida, consolar a los que sufren de mil diversas maneras el llevar la vida sin rumbo ni horizonte, consolar a los que han errado, incluso gravemente, pero hacia los que Dios extiende su misericordia.
Liberar a los cautivos marca el reto que desborda, aunque también incluye, la pastoral penitenciaria. Hay muy diferentes ataduras que encadenan a tanta gente, especialmente joven: ataduras en los vicios, tanto el alcohol que tanto destruye como las drogas que parece enriquecen en su tránsito y en su tráfico pero que generan sobre todo cautivos y que desatan una violencia atroz, ataduras en una cultura machista que da vanagloria orgullosa pero que tanto hace sufrir, particularmente a las mujeres.
El texto de Isaías concluye apelando a cambiar el ánimo triste por cantos de alabanza. Y a cambiar ese ánimo triste eres enviado, mi querido hermano. Estás llamado a ser pastor de la esperanza y de la alegría y a sacudir el ánimo triste y abatido que podrás encontrar tantas veces, haciéndolo en el nombre del Señor.
La segunda lectura está tomada de la primera carta a Timoteo. Como biblista bien sabes que el contexto de este escrito es el ánimo que da el apóstol Pablo a Timoteo, su hijo querido, a quien conoció niño, en medio de su familia y a quien ha querido hacerle compañero de labores en las tareas del evangelio. No puedo olvidar hoy, al ver las primeras palabras de este pasaje, la figura insigne de monseñor Ávila del Águila, segundo obispo de Jalapa, ya fallecido en el Señor puesto que de él fue que recibiste la imposición de manos en tu ordenación presbiteral hace ya 22 años. Ya que tu fuiste quien escogiste este texto y a este hermano para este día, me arrogo el derecho entonces de hacer propias las palabras y los consejos del Apóstol.
Reaviva el don de Dios, reaviva el don de Dios, reaviva el don de Dios. Ese don que recibiste en el día de tu ordenación presbiteral. Reavivar ese don lo entiendo hoy en tres dimensiones diferentes: en primer lugar como un encargo personal de que nunca olvides que es de Dios el don que te llamó y te escogió, que te hizo dejar a un lado la ingeniería y la computación y que preparó tu camino para llegar al ministerio sacerdotal. No olvidar que el don es de Dios es recordarte también que estás llamado, hoy más que nunca, a ser hombre de Dios para los demás pero ciertamente también para ti. Reavivar el don significa remitirse a los medios para que el don no se apague, medios que van desde vivir la vida en el Espíritu hasta examinar con diligencia tu conciencia para verificar la radicalidad de tu entrega y tu fidelidad al Señor y a la misión que te confía. Finalmente, reavivar el don es hacer de tu lema palabra de vida, para tu rebaño y para ti como pastor: Ad-veniat regnum tuum, venga tu Reino. Lo pedimos en oración y nos em-peñamos en el esfuerzo.
San Pablo le pide a Timoteo que nunca se avergüence de dar testimonio del Señor y de su verdad. Ese no avergonzarse hoy se traduce en no recortar el evangelio, en ser fieles a su integridad y a su espíritu. Significa arriesgarse pero no perder la libertad. Hablamos siempre desde el evangelio y no como otros, que pueden ser aliados circunstanciales en agendas sociales, pero que lo hacen desde la no fe o desde un humanismo vago o desde unas opciones de moda, sean de tono neoimperialista sean de tono populista. No te avergüences nunca del evangelio del Señor. Ello te hará sufrir y ciertamente es lo que nos dice Pablo refiriéndose a sí mismo. Hay que sufrir por el evangelio y hay que sufrir como Pablo, apostólicamente, por el evangelio.
Hoy vas a ser ordenado obispo y ello te incorpora al colegio apostólico y te da el título, honroso pero comprometedor, de sucesor de los apóstoles.
Dios nos llama a una vocación santa, y no olvides nunca que esto es no por nuestras obras sino por la propia voluntad de Dios. Oye a Pablo el prisionero que clama: del evangelio he sido constituido men-sajero, apóstol y maestro. En tu misión episcopal te toca ser mensajero que anuncia, apóstol que proclama y maestro que enseña.
El pasaje concluye con una última advertencia: conserva con la fuerza del Espíritu Santo que habita en nosotros esa hermosa doctrina que se te ha encomendado. Se te da una encomienda que tienes que conservar pero no estás solo: la fuerza del Señor está contigo.
El evangelio que hoy ha sido bellamente cantado es una escena familiar que hemos leído varias veces en la liturgia en las últimas semanas. Es el diálogo final entre Jesús y Pedro. Es la misión que Jesús le confía a Pedro, que tanto quiere a Jesús y a quien Jesús tanto quiere a pesar de que a veces le falló o lo malinterpretó.
Varios de los obispos aquí presentes estuvimos hace seis años en Tierra Santa. Uno de los recuerdos más memorables de ese viaje fue celebrar la eucaristía junto a la roca de Pedro, en las orillas del lago de Tiberíades. La misa fue al lado de una pequeña iglesia que está construida precisamente sobre la roca que, según la tradición, sirvió de marco para este diálogo. Éramos más de cien los obispos allá reunidos y la capilla es pequeña. Por grupos fuimos pasando y uno de los cardenales que estaban en el grupo nos fue haciendo, uno por uno, el mismo interrogatorio que se relata en el evangelio. El interrogatorio era personal y por ello cada uno de nosotros fuimos llamados por nuestro nombre. Confieso que me emocionó y me estremeció ese diálogo. Si en el evangelio Jesús preguntas tres veces a Pedro: ¿me amas más que estos?, Simón, hijo de Juan, ¿me amas?, ¿Simón, hijo de Juan, me quieres? Y sabemos la respuesta afirmativa, salida desde el fondo del corazón, pero entristecida en la tercera ocasión por la duda que significaba.
Hoy la pregunta sigue siendo la misma pero cambia el interlocutor. Es a ti, Ángel, a quien Jesús se dirige para preguntarte: Ángel Antonio, ¿me amas más que estos? Ángel, hijo de Antonio ¿me amas? Ángel, hijo de Mercedes ¿me quieres? Y aquí tienes derecho para repasar tu vida y, en la estela de Pedro, confesar tu amor por el Señor pero, a la vez, hacerlo a sabiendas de tu condición pecadora. Porque al final, tu ordenación hoy, el mandato apostólico que se mostrará, el saber que fue el papa Francisco quien te nombró, el saber que te sacan, como a Abraham, de tu tierra y de tu diócesis de origen, recién nacida pero ya madre de obispo es algo que últimamente solo podemos entender como algo que ocurre apostólicamente y que nos remite a los orígenes mismos de la Iglesia.
Vienes para ser pastor de este pueblo y para serlo a imagen del Buen Pastor. Recuerda que el episcopado es un servicio, no un honor; por ello el obispo debe ante todo vivir para los fieles y no solamente presidirlos. El primero, según el mandato del Señor, debe ser como el menor, y el que gobierna como el que sirve. Proclama como dice San Pablo la palabra de Dios a tiempo y a destiempo, exhorta con toda paciencia y deseo de instruir.
La respuesta de Jesús a Pedro hoy es confiarle el cuidado del pastoreo. Cuida a tu rebaño con amor y hazlo sabiendo que no es propiamente tuyo sino que es del Señor. Que el Señor que te eligió te bendiga y acompañe en este ministerio que hoy inicias y que la Santísima Virgen María, aparecida a tres humildes niños campesinos, bajo su advocación de Nuestra Señora de Fátima, patrona de tu diócesis, te acompañe maternalmente hoy y siempre.